Neuropsicología Accesible
“Yo lo que quería estudiar era una neuropsicología accesible,” me pensé, mientras contemplaba si los últimos ocho años habían sido una pérdida de tiempo.
Les explico.
Cuando terminé mi doctorado en psicología clínica, sentí una decepción profunda con la disciplina. A estas alturas, había trabajado en práctica privada, hospitales, clínicas, escuelas, y hogares. Aunque el formato cambia un poco en cómo se dan los servicios, sentía que no había alcanzado lo que realmente quería.
Navegar la burocracia de los planes médicos era difícil, al igual que solo atender a la población pudiente con paga privada. Las pruebas estandarizadas (además de carísimas), se quedaban cortas en hacerle justicia a los niños. En mi internado, vi tanto diagnóstico de discapacidad del desarrollo intelectual y problemas de aprendizaje que realmente no debían darse, sólo que el clínico evaluando en ese momento no tenía las competencias culturales ni lingüísticas para realmente entender el perfil de quien evaluaba.
Al principio lo comenté y busqué recursos, pero en la cultura de la psicología Californiana estaba normalizada tal práctica. Quien quisiera una evaluación buena de verdad, tenía que pagar entre cinco a siete mil dólares. Del resto, si las evaluaciones venían del centro regional o planes médicos, el psicólogo “hacía lo que podía” dentro de la hora asignada.
Si así de difícil estaba la psicología clínica, imagínense la neuropsicología. Una disciplina grandemente enfocada en la evaluación, sin tanto énfasis en la intervención. En este país, muchos países europeos y latinoamericanos se ve más fortaleza en la intervención. Nunca olvidaré la vez que vi la evaluación escrita por una neuropsicóloga en un centro prestigioso de Los Ángeles. La familia había pagado siete mil quinientos dólares por esa evaluación y esperado dos meses. El diagnóstico, TDAH. Cuatro recomendaciones, incluyendo el contacto de dos terapistas que no tenían espacio en su práctica y habían cerrado lista de espera.
Entonces, ya con mi grado y horas acumuladas, me arrepentí un poco de estudiar esta carrera en Gringolandia, cuando mi corazón caribeño jamás se adaptaría a las prácticas del sistema neocapitalista que le falla a las familias.
¿Qué era lo que yo quería? Una neuropsicología accesible.
Una neuropsicología con un lenguaje común, que se entienda, que no dependa de jerga que solo conocen en grupos específicos.
Una neuropsicología comunitaria, que no estuviera encerrada en una oficina con aire acondicionado y sofás, sino que saliera y conociera a los clientes en donde estuvieran- en la escuela, en el parque, en sus casas.
Una neuropsicología que las familias pudieran pagar.
Una neuropsicología que contara con los instrumentos adecuados para servir a familias del medio oriente, del norte de África, de Suramérica, con especialistas familiarizados con su lenguaje.
Una neuropsicología colaborativa, que se una a las reuniones de otros especialistas y contribuya.
Una neuropsicología que alcance a las áreas rurales, con el uso de la telemedicina y colaboración transdisciplinaria con pediatras en el área.
Una neuropsicología que se diera a conocer en las bibliotecas, en el periódico, en las clases de baile, y en colaboración con artistas.
No encontré nada de esto en mi preparación académica en Gringolandia ni tampoco en las prácticas donde he trabajado. A veces la intención está, pero no la destreza. Me refiero que hay muchos neuropsicólogos blancos que quieren ser accesibles y tienen la intención, pero no cuentan con las destrezas lingüísticas, culturales, ni el modelo de negocio adecuado.
Contemplé rendirme con esta carrera, pero difícil hacerlo con más de una década de estudios y préstamos estudiantiles. Además, que no se conozca en este país, no quiere decir que no la podamos crear. Resulta que, aunque no encontré lo que buscaba en Gringolandia, sí lo encontré en Brasil y Guatemala. Resulta que hay neuropsicólogos comunitarios accesibles en otras partes del mundo, haciendo un trabajo bien bien bonito.